Análisis literario del cuento Juan el fiel – Hermanos Grimm
El final del cuento resulta muy exagerado dentro del marco del relato fantástico, y en él se encierra lo imposible, característica propia de estos autores clásicos.
Realizar un acto de esa naturaleza carece de justificación lógica, y de pronto se abren posibilidades alternas en la mente del lector: ¿Acaso el rey enloqueció, cometió el acto y luego creó una falsa realidad? ¿Vivió sus últimos años encerrado o en un manicomio?
Existen muchas situaciones posibles dentro de este mundo fantástico, pero al final el cuento ofrece una gran satisfacción al lector, pues todo concluye con un final feliz.
Esto refleja un deseo universal de los seres humanos: que la bondad, la fidelidad y el sacrificio tengan su recompensa, y que todo termine bien, a pesar de lo extraordinario e imposible que ocurre en la trama.
Había una vez un rey muy viejo que cayó enfermo. Conociendo que iba a morir, hizo llamar al fiel Juan, a quien más quería de sus criados, y le llamaban así porque había sido leal a su amo toda su vida.
En cuanto llegó, le dijo el rey:
—Mi fiel Juan, conozco que se acerca mi fin; solo me preocupa la suerte de mi hijo, que aún es muy joven y no sabrá siempre conducirse bien. No moriré tranquilo si no me prometes velar por él, enseñarle todo lo que debe saber y ser para él un segundo padre.
—Os prometo —respondió Juan— no abandonarle y servirle lealmente, aunque me cueste la vida.
—Entonces, ya puedo morir en paz —dijo el viejo rey—. Después de mi muerte, le enseñarás todo el palacio, todas las cercanías, las salas, los subterráneos con las riquezas encerradas en ellos; pero no le dejes entrar en la última cámara de la gran galería, donde está el retrato de la princesa de la Cúpula de Oro, pues si lo ve, experimentará hacia ella un amor tan intenso que le hará exponerse a los mayores peligros. Procura librarle de esto.
El fiel Juan repitió sus promesas, y tranquilo, el anciano rey inclinó su cabeza sobre la almohada y expiró.
En cuanto llevaron al rey a la tumba, Juan informó a su joven sucesor lo que había prometido a su padre en el lecho de muerte.
—Estoy dispuesto a cumplirlo —añadió—, y os seré fiel como lo fui a vuestro padre, aunque me cueste la vida.
Cuando terminó el luto, dijo Juan al rey:
—Ya podéis conocer vuestra herencia. Voy a enseñaros el palacio de vuestro padre.
Lo llevó por todo él, de arriba a abajo, y le mostró todas las riquezas que llenaban las magníficas habitaciones, omitiendo solo el cuarto con el peligroso retrato. Había sido colocado de tal manera que, al abrir la puerta, se veía de inmediato, y estaba tan bien hecho que parecía vivir y respirar; nada en el mundo era tan hermoso ni tan encantador.
El joven rey notó que el fiel Juan pasaba siempre delante de esa puerta sin abrirla, y le preguntó el motivo.
—Es —respondió el otro— porque hay en el cuarto algo que os dará miedo.
—Ya he visto todo el palacio —dijo el rey—, quiero saber qué hay aquí.
Y quiso abrir por la fuerza.
El fiel Juan le contuvo:
—He prometido a vuestro padre, en su lecho de muerte, no dejaros entrar en este cuarto, de lo que podrían resultar grandes desgracias para vos y para mí.
—La mayor desgracia —replicó el rey— es que mi curiosidad no quede satisfecha. No descansaré hasta que mis ojos lo hayan visto todo. No salgo de aquí hasta que me hayas abierto.
El fiel Juan, viendo que no había forma de negarse, fue, lleno de tristeza, a buscar la llave entre las demás. En cuanto abrió la puerta, entró primero, tratando de ocultar el retrato con su cuerpo; todo fue inútil: el rey, levantándose sobre la punta de los pies, lo vio por encima de sus hombros.
Pero al ver aquella imagen de una joven tan hermosa y deslumbrante de oro y piedras preciosas, cayó sin conocimiento en el suelo. Juan lo levantó y lo llevó a su cama.
—¡El mal está hecho! ¡Dios mío! ¿Qué será de nosotros? —dijo—.
Le hizo tomar un poco de vino para que recobrara fuerzas. La primera palabra del rey, cuando volvió en sí, fue preguntar de quién era aquel hermoso retrato.
—El de la princesa de la Cúpula de Oro —respondió el fiel Juan.
—El amor que me ha hecho concebir es tan grande —dijo el rey— que si todas las hojas de los árboles fueran lenguas, no bastarían para explicarle. Mi vida dependerá de su posesión en el futuro. Tú me ayudarás, tú, que eres mi fiel criado.
Juan reflexionó largo tiempo sobre cómo actuar, pues era muy difícil presentarse ante los ojos de la princesa. Por último, ideó un plan:
—Todo lo que rodea a la princesa es de oro: sillas, tazas, copas y muebles de todas clases. Vos tenéis cinco toneladas de oro en vuestro tesoro; hay que dar una a los plateros para que hagan vasos y alhajas de oro de toda hechura, pájaros, fieras, monstruos de mil formas; en fin, todo lo que pueda agradar a la princesa. Nos pondremos en camino con estas joyas y procuraremos probar fortuna.
El rey mandó llamar a todos los plateros del país, y trabajaron día y noche hasta que todo estuvo concluido. Entonces lo embarcaron en un navío. Juan tomó un traje de comerciante y el rey hizo otro tanto para que nadie pudiera reconocerlo. Se hicieron a la vela y navegaron hasta la ciudad donde vivía la princesa de la Cúpula de Oro.
Juan desembarcó solo y dejó al rey en el navío.
—Quizás —le dijo— traeré conmigo a la princesa. Procurad que todo esté en orden, que se hallen a la vista dos vasos de oro y que el navío parezca adornado para una fiesta.
Llenó su cinturón de muchas alhajas de oro y se dirigió al palacio del rey. Allí vio a una joven que sacaba agua de una fuente con dos cubos de oro. Al darse cuenta de Juan, le preguntó quién era.
—Soy comerciante —respondió—.
Mostrándole su cinturón, le enseñó sus mercancías. La joven exclamó:
—¡Qué cosas tan bonitas!
Y, poniendo sus cubos en el suelo, comenzó a mirar todas las joyas, una tras otra.
—Es preciso que vea todo esto la princesa; ella os lo comprará, porque le gustan mucho los objetos de oro. —Tomándola de la mano, la hizo subir al palacio.
Gustaron tanto los diamantes a la princesa que dijo:
—Está tan bien trabajado que te lo compro todo.
—Yo no soy más que el criado de un comerciante muy rico; todo lo que veis aquí no es nada comparado con lo que mi amo tiene en su navío: allí veréis las más preciosas y hermosas obras de oro.
La princesa quiso que se las trajeran, pero Juan dijo:
—Hay muchas; se necesitaría mucho tiempo y espacio, vuestro palacio no sería suficiente.
Excitada por la curiosidad, exclamó:
—Pues bien, conducidme a ese navío, quiero ver los tesoros de tu amo.
El rey, al verla, la encontró más hermosa que su retrato; el corazón le saltaba de alegría. Cuando subió a bordo, le ofreció la mano; mientras tanto, Juan ordenó al capitán levar el ancla y largarse a toda vela.
El rey mostró a la princesa todas las piezas de oro, desde la vajilla hasta los monstruos y pájaros, y ella, sin darse cuenta, estuvo mucho tiempo examinándolo todo. Al concluir, quiso regresar, pero el navío estaba ya muy lejos de la tierra.
—¡Me han vendido! —exclamó la princesa, llena de espanto.
—No —dijo el rey—, no soy comerciante; soy un rey. Si os he engañado, no lo atribuyáis más que a la fuerza de mi amor.
Conmovida, la princesa aceptó casarse con él.
Mientras navegaban, Juan vio tres cornejas que se acercaron y habló en su lenguaje. Le revelaron los peligros que esperaban al rey: el caballo alazán que podía matarlo, la camisa de boda que parecía de oro y plata pero quemaría hasta los huesos, y el riesgo de que la reina cayera desmayada durante el baile.
Juan decidió salvar al rey, aunque eso significara su propia perdición.
Al llegar, hizo que los peligros predichos se evitaran: mató al caballo, quemó la camisa con guantes y salvó a la princesa al chuparle tres gotas de sangre del hombro derecho. Sin embargo, al explicar al rey la verdad, Juan fue condenado a muerte.
Al subir al cadalso, contó todo lo que había hecho. El rey lo perdonó, pero en ese instante Juan cayó convertido en piedra.
El rey y la reina lloraron por él. Tiempo después, cuando la reina dio a luz a dos hijos gemelos, Juan apareció y les enseñó cómo revivirlos usando su sacrificio simbólico. Todo quedó restaurado, y vivieron felices juntos durante muchos años.

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