Cuando el molinero cerró los ojos por última vez, sus tres hijos heredaron lo poco que el viejo mundo les dejó. Al mayor le quedó el molino. Al segundo, el burro. Y al más joven... un gato.
—¿Un gato? —murmuró el muchacho—. ¿Qué haré con eso… comerme su piel?
Pero el animal, que no era gato común ni sombra pasajera, alzó la mirada con inteligencia y dulzura, y habló con voz firme:
—Dame un saco, un par de botas como las de los caminantes nobles, y te prometo que no te arrepentirás de haberme recibido como herencia.
El joven, sin muchas esperanzas pero con algo de curiosidad, cumplió su pedido. Y entonces, el gato empezó a tejer su plan.
Con pasos firmes y botas relucientes, entraba a los bosques, cazaba con destreza y ofrecía las presas al rey en nombre de su amo, a quien llamaba, sin pestañear: el Marqués de Carabás.
Cada regalo iba acompañado de palabras halagadoras y un aire de elegancia. El rey, curioso y complacido, comenzó a escuchar ese nombre con agrado. La hija del rey, una joven de alma delicada, sonreía cada vez que lo oía.
Un día, el gato supo que el rey y su hija viajarían por el campo. Entonces llevó a su amo a un río, le pidió que se bañara y, justo en el momento justo, le arrebató las ropas y gritó con todo su cuerpo:
—¡Socorro! ¡El Marqués de Carabás se ahoga!
El rey lo oyó. Detuvo su carruaje y corrió al rescate. El gato, astuto, explicó que unos ladrones le habían robado las ropas mientras nadaba. Sin dudarlo, el rey ordenó que le trajeran prendas elegantes, dignas de nobleza.
Así comenzó el engaño dulce.
El gato corrió de pradera en pradera, advirtiendo a los campesinos:
—Cuando pase el carruaje del rey, decid que estas tierras pertenecen al Marqués de Carabás, o el ogro vendrá por ustedes.
Los campesinos, temerosos y obedientes, hicieron como les dijo. El rey quedó maravillado con las tierras que, según todos, pertenecían al joven silencioso que viajaba con él.
Pero aún faltaba vencer al verdadero amo de aquellas tierras: un ogro poderoso que vivía en un castillo y que tenía la facultad de transformarse en cualquier criatura.
El gato, sin vacilar, lo visitó.
—He oído que puedes convertirte en lo que quieras… incluso en un león —dijo, halagando.
El ogro rugió, y en segundos se convirtió en un león de fauces abiertas.
—Impresionante… pero ¿podrías convertirte en algo pequeño? ¿Un ratoncito, tal vez?
El ogro, orgulloso de sí, se encogió… y en cuanto lo hizo, el gato lo devoró sin dudar.
El castillo quedó vacío, las tierras sin dueño, y el muchacho que solo tenía un gato ahora tenía todo: un nombre, una fortuna, y los ojos de la princesa sobre él.
El rey, impresionado por su aparente nobleza, le ofreció su bendición. Y así, el joven molinero se convirtió en esposo de la hija del rey.
Pero no fue solo suerte. Fue la astucia de un gato con botas, que supo que a veces los sueños no se cumplen por magia… sino por maullidos inteligentes y pasos bien pensados.

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