Ricitos de Oro y los tres osos
Había una vez, en lo más profundo de un bosque sereno y dorado por los rayos del sol, una pequeña casa escondida entre los árboles donde vivía una familia de osos: un Papá Oso grande y fuerte como un roble, una Mamá Osa de andar sereno y voz suave, y un pequeño Osito de mirada curiosa y risa traviesa.
Aquella mañana, antes de sentarse a desayunar, los tres osos decidieron salir a dar un paseo por el bosque. La avena, recién servida, aún humeaba en los tazones y necesitaba tiempo para enfriarse. Así que, sin prisas, caminaron entre los árboles mientras la brisa fresca acariciaba sus rostros.
Lejos de allí, una niña de cabellos dorados como el sol—tan rizados que parecían reflejar la luz misma—merodeaba entre los senderos del bosque. Su nombre era Ricitos de Oro. Curiosa por naturaleza y sin miedo a perderse, vagaba sin rumbo cuando, de pronto, se encontró con aquella casita acogedora.
La puerta, sin seguro, se abrió con un leve empujón. Ricitos de Oro, que siempre había sentido un cosquilleo de aventura en el corazón, entró sin pensarlo. Todo parecía ordenado, limpio y encantador. Pero lo que más llamó su atención fueron los tres tazones de avena sobre la mesa.
Probó la avena del Papá Oso.
—¡Uy! ¡Está demasiado caliente! —dijo frunciendo la nariz.
Probó luego la de la Mamá Osa.
—¡Ay! ¡Esta está muy fría!
Por último, probó la del Osito y sonrió con dulzura.
—¡Esta está perfecta! —exclamó, y sin más, se la comió toda.
Satisfecha pero aún llena de curiosidad, decidió sentarse un momento. Primero probó la gran silla del Papá Oso.
—¡Demasiado dura! —dijo.
Probó la de la Mamá Osa.
—¡Demasiado blanda!
Y al sentarse en la del Osito, le pareció tan cómoda que se relajó de más… y ¡crac!, la silla se rompió bajo su peso. Ricitos de Oro se llevó las manos a la boca y soltó una risita nerviosa.
Algo cansada, decidió explorar un poco más y subió por una escalerita de madera. Allí encontró tres camas: la del Papá Oso, enorme y firme, pero demasiado grande para ella. Probó la de la Mamá Osa, pero le pareció incómoda. Por fin se tumbó en la camita del Osito, tan suave y acogedora que, sin darse cuenta, se quedó profundamente dormida.
Mientras tanto, la familia de osos regresó de su paseo. En cuanto entraron, algo les pareció extraño.
El Papá Oso, con su voz profunda, dijo:
—¡Alguien ha probado mi avena!
La Mamá Osa, sorprendida, añadió:
—¡Alguien ha probado también la mía!
Y el Osito, con ojitos redondos de asombro, exclamó:
—¡Alguien se ha comido mi avena y no ha dejado ni una cucharada!
Miraron alrededor. El Papá Oso vio su silla intacta. La Mamá Osa notó algo raro en la suya. Y el Osito gritó:
—¡Alguien se sentó en mi silla y la rompió!
Subieron entonces las escaleras, guiados por el desconcierto.
El Papá Oso dijo:
—¡Alguien ha estado en mi cama!
La Mamá Osa se asombró:
—¡Y en la mía también!
Y el Osito chilló con los ojos muy abiertos:
—¡Alguien duerme en mi cama!
Allí, entre mantas suaves, respirando tranquila, estaba Ricitos de Oro, dormida como un ángel despreocupado. Al escuchar las voces, abrió los ojos y, al ver a los tres osos, pegó un brinco de espanto. Sin pensarlo dos veces, salió corriendo escaleras abajo, cruzó la puerta y se internó en el bosque, con sus rizos de oro ondeando tras ella.
Los tres osos, aún sorprendidos, se miraron entre sí sin saber si reír o enfadarse. Y desde aquel día, cuidaron mejor su pequeña casa, sin perder la ternura de saber que, a veces, la curiosidad de una niña puede cruzarse en el camino de cualquiera.
Cuento anónimo reescrito con palabras originales
Este cuento nos cuenta la aventura de una niña llamada Ricitos de Oro, que era muy curiosa y valiente. Un día, mientras caminaba por el bosque, encontró una casita pequeña donde vivía una familia de osos: Papá Oso, Mamá Osa y Osito.
Ricitos entró en la casa sin pedir permiso, y probó las cosas que encontró: la avena, las sillas y las camas. Descubrió que cada cosa era diferente para cada oso, porque todos somos distintos y tenemos nuestras propias formas y gustos.
Por ejemplo, la avena de Papá Oso estaba muy caliente, la de Mamá Osa estaba fría, y la de Osito estaba perfecta para Ricitos. Lo mismo pasó con las sillas y las camas: algunas eran grandes o duras, otras suaves y cómodas.
Esto nos enseña que cada persona, o incluso cada familia, tiene sus propias cosas que les gustan o les sirven mejor. No todo es igual para todos, y eso está bien. Debemos respetar las diferencias y entender que cada quien tiene su manera especial de vivir y de ser feliz.
Además, Ricitos entró en la casa sin permiso, y aunque no quería hacer daño, usó cosas que no eran suyas. Esto nos recuerda que es muy importante respetar las casas, las cosas y los espacios de los demás. Pedir permiso antes de entrar o usar algo es una manera de mostrar respeto y cuidado.
Cuando los osos regresaron y vieron lo que había pasado, se sorprendieron y un poco molestos, porque alguien había estado en su casa sin avisar. Pero también aprendieron a cuidar mejor su hogar para evitar sorpresas.
El cuento nos dice que la curiosidad es algo bueno y natural, porque nos ayuda a aprender y a descubrir cosas nuevas. Pero también nos enseña que debemos ser cuidadosos y responsables, y saber cuándo es momento de preguntar o esperar para no molestar a otros.
Además, nos invita a pensar en cómo nuestras acciones pueden afectar a quienes nos rodean, aunque no sea nuestra intención hacer daño.
Ricitos de Oro y los Tres Osos es un cuento que, con dulzura y aventura, nos enseña sobre el respeto, la importancia de los límites, y el valor de la curiosidad cuando se usa con cuidado y cariño.
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