Había una vez un pobre pescador que vivía con su esposa en una cabaña muy humilde junto al mar. Un día, mientras lanzaba su caña, sintió que algo muy pesado tiraba del anzuelo. Hizo fuerza y sacó un hermoso pez dorado que brillaba bajo el sol como si fuera de oro puro.
Pero, para su sorpresa, el pez habló con voz humana:
—Escucha, pescador, no me mates. Yo no soy un pez cualquiera; soy un príncipe encantado. Si me dejas libre, algún día te recompensaré.
El pescador se asustó un poco, pero también se conmovió.
—No te preocupes —dijo—, no quiero hacer tratos con peces que hablan. Vuelve al mar, eres libre.
Y el pez dorado desapareció entre las olas.
Cuando el pescador volvió a casa y le contó todo a su esposa, ella se enojó mucho.
—¿Y no le pediste nada? —gritó—. ¿No ves en qué choza miserable vivimos? Anda, regresa y pídele una casa bonita.
Aunque no le gustaba la idea, el hombre volvió a la orilla del mar y llamó:
—Pececito dorado, mi buen amigo, ¿podrías concederme lo que te pido?
El pez apareció enseguida.
—¿Qué deseas ahora? —preguntó.
—Mi esposa quiere vivir en una casa decente.
—Está bien —dijo el pez—. Vuelve a casa, ya está hecho.
El pescador regresó y encontró una preciosa casa de campo con jardín, árboles frutales y animales. Su esposa estaba encantada… por unos días.
Pronto volvió a decir:
—Esta casa se nos queda pequeña. Quiero un castillo. Anda y pídeselo al pez.
El pescador suspiró, fue al mar y repitió las palabras.
El pez volvió a concederle el deseo. Y cuando el hombre regresó, encontró un castillo enorme, con salones, criados y campos a su alrededor.
Pero la mujer, insatisfecha, dijo poco después:
—Ya no quiero ser solo una señora, quiero ser reina.
—¿Reina? —dijo el pescador—. ¡Pero si ya tenemos todo lo que podríamos desear!
—No discutas conmigo —gritó ella—. Anda, haz lo que te digo.
El pobre hombre fue otra vez al mar, que ahora se veía oscuro y revuelto.
—Pececito dorado, mi buen amigo, ¿podrías concederme lo que te pido?
—¿Qué quiere ahora tu mujer? —preguntó el pez.
—Quiere ser reina.
—Vuelve a casa —dijo el pez—. Ya lo es.
Al llegar, el pescador vio a su esposa sentada en un trono de oro, rodeada de cortesanos. Pero ni siquiera así estaba feliz.
Al día siguiente lo despertó y dijo con frialdad:
—Ser reina no basta. Quiero ser emperatriz.
El pescador, desesperado, volvió al mar.
—Pececito dorado, mi buen amigo, ¿podrías concederme lo que te pido?
—¿Qué desea ahora tu mujer? —preguntó el pez.
—Quiere ser emperatriz.
—Vuelve a casa —respondió el pez—. Ya lo es.
El hombre encontró a su esposa con una corona altísima, más orgullosa que nunca. Pero al amanecer siguiente, la mujer miró el cielo y dijo:
—Soy emperatriz… pero no puedo mandar al sol ni a la luna. Quiero ser la dueña del mundo entero, y que todo obedezca mi palabra.
El pescador tembló.
—Mujer, eso es imposible —dijo con miedo—. Estás pidiendo demasiado.
—Haz lo que te ordeno —gritó ella—. ¡Ve ya!
El mar rugía con fuerza cuando el pescador llamó por última vez:
—Pececito dorado, mi buen amigo, ¿podrías concederme lo que te pido?
—¿Qué quiere ahora tu mujer? —preguntó el pez, con voz profunda.
—Quiere mandar en el sol y en la luna.
El pez dorado se sumergió sin decir nada. Las olas se agitaron, el cielo se oscureció y todo quedó en silencio.
El pescador volvió a casa y encontró su vieja cabaña destrozada por el viento, como si el tiempo hubiera retrocedido. Su esposa estaba allí, sentada en la puerta, con la misma ropa vieja de antes.
Ella lo miró, sin poder creerlo.
Entonces el pescador, cansado y triste, dijo:
—Mujer, el mar nos devolvió lo que merecemos: lo que teníamos al principio.
Ella bajó la cabeza, comprendiendo por fin que quien no sabe agradecer lo que tiene, termina perdiéndolo todo.
Y desde aquel día, nunca más volvió a pedirle nada al mar.
Análisis literario: “El pescador y su mujer” – Hermanos Grimm
La historia parece simple —un pescador humilde, una esposa ambiciosa, un pez mágico—, pero encierra una advertencia profunda: la ingratitud seca el alma, y el deseo sin límite devora todo lo que toca.
El pescador representa la bondad sencilla, el alma resignada que prefiere la paz antes que el poder. Su mujer, en cambio, encarna esa parte del ser humano que confunde felicidad con dominio, y termina vacía, de rodillas ante lo que ya había tenido: lo esencial.
El pez dorado es símbolo de la gracia divina o de la naturaleza, que responde al corazón puro pero se retira ante la codicia. Cada vez que el pescador llama, el mar cambia: pasa de la calma al enojo, de la claridad a la tormenta. Es el reflejo del alma humana turbada por la ambición.

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