El País de las Golosinas

Cuento de la autora Louisa May Alcott


Cuento de la autora Louisa May Alcott

En la falda de una colina, justo donde el sol de verano calentaba la tierra para que crecieran las frambuesas más dulces, vivía una niña pequeña llamada Lily. Lily era adorable en casi todos los aspectos, excepto en uno: tenía una afición desmedida por los dulces.

Su madre, una mujer sabia y paciente, solía decirle: 

—Mi querida, un poco de azúcar está bien, pero el exceso arruina el apetito, los dientes y, lo que es peor, la dulzura de la propia vida.

Pero Lily no escuchaba. Sus bolsillos estaban siempre llenos de caramelos masticables y jaleas pegajosas. En lugar de disfrutar de las comidas saludables que preparaba su madre, siempre estaba esperando el postre o, secretamente, devorando algún caramelo de limón.

Una tarde de verano, tras haber comido, de forma escondida, media libra de bombones de chocolate que le habían regalado, Lily se sintió tan mal que tuvo que tumbarse en el sofá. 

El dolor de estómago era punzante y su boca sabía horrible, pero aun así, su mente seguía dándole vueltas a la idea de más dulces.

Mientras sus ojos se cerraban a causa del malestar, un extraño y maravilloso sonido comenzó a llenar la sala. Era un sonido crujiente, como si miles de pequeños cristales se estuvieran rompiendo al mismo tiempo. Al abrir los ojos, Lily ya no estaba en su sofá.

Se encontraba en un prado asombroso. El aire era denso y dulce, y el suelo bajo sus pies era una alfombra de... ¡azúcar glas!

Se levantó con un sobresalto de alegría. ¡Había llegado al famoso País de las Golosinas!


La Ciudad Dulce

Todo a su alrededor estaba hecho de la más exquisita confitería. Los árboles eran altos postes de menta con hojas de verde fondant que brillaban como esmeraldas. Las vallas que separaban los campos eran largas tiras trenzadas de regaliz negro y rojo.

Un camino, pavimentado con brillantes caramelos duros de todos los colores, se extendía ante ella. Al final del camino se alzaba una ciudad.

—¡Oh, qué maravilla! —exclamó Lily, sin poder contener su júbilo.

La ciudad era aún más espectacular. Las casas estaban construidas con enormes ladrillos de pan de jengibre. Los tejados eran de gruesas tejas de chocolate. Las ventanas eran paneles de gelatina transparente y los marcos eran de malvaviscos hinchados.

Lily corrió hacia la ciudad, y mientras lo hacía, no podía evitar lamer y mordisquear todo a su paso: un trozo de roca de azúcar aquí, un poco de valla de regaliz allá.

Pronto llegó a una fuente. En lugar de agua, la fuente burbujeaba con una espesa y suave crema batida que caía en un estanque de miel pura. 

Alrededor de la fuente, las personas que habitaban el País de las Golosinas estaban atareadas. Eran pequeños hombres y mujeres, todos vestidos con envoltorios de papel de caramelo y sombreros con forma de gomita.


El Desencanto del Azúcar

Lily estaba extasiada. Se acercó a un pequeño hombrecillo que llevaba un gorro de jalea naranja y le preguntó: —¿Puedo probar todo esto? ¿Es ilimitado?

El hombrecillo, que parecía algo pálido y pegajoso, asintió tristemente. 

—Es ilimitado, joven. Pero no te excedas.

Por supuesto, Lily no hizo caso. La niña se pasó toda la mañana en el País de las Golosinas en un frenesí de sabor.

Comió un gran trozo del tejado de chocolate de una casa, lo que provocó que el pequeño dueño saliera a protestar. Bebió directamente de la fuente de crema batida hasta que su barriga se hinchó como un globo. 

Se mordió los dedos, que olían a dulce. Probó rocas de azúcar con sabor a cereza, luego a fresa, luego a frambuesa.

A mediodía, el sol brillaba con más fuerza en aquel mundo. El calor hizo que el ambiente se volviera insoportablemente empalagoso.

—¡Ay, qué calor! —se quejó Lily, limpiándose la frente, que ahora estaba pegajosa con el aire dulzón.

El suelo de azúcar glas ya no parecía encantador, sino molesto y áspero. La ciudad de pan de jengibre, que había lucido tan atractiva, ahora tenía un olor rancio. 

Para colmo, el sol estaba derritiendo lentamente los techos de chocolate, que chorreaban sobre las calles de caramelo, haciendo que todo estuviera resbaladizo y sucio.

Lily notó que los habitantes del País de las Golosinas también parecían haber cambiado. Sus ropas de papel de caramelo estaban empapadas. Se movían lentamente y se quejaban de un dolor de muelas generalizado.

—¿Por qué están tan tristes? —preguntó Lily a una niña con un vestido de papel de envolver azul.

—Estamos cansados de la dulzura —gimió la niña—. Nuestro doctor, el señor Menta, nos dice que si no comemos algo salado o, ¡qué horror!, algo saludable, nunca nos recuperaremos. Pero, como ves, todo aquí es dulce. Nos estamos enfermando de dulzura.

La Gran Lección de Lily

De repente, Lily sintió un revuelto tremendo en su propio estómago. El sabor a chocolate, cereza y crema batida se había mezclado en una horrible masa en su boca. Le dolían los dientes. Se sentó en el suelo de azúcar glas y empezó a llorar de pura miseria.

—¡Quiero una manzana fresca! —lloriqueó.

—¡Quiero un poco de agua clara! —suplicó.

—¡Quiero algo que no sea dulce! ¡Algo amargo, algo salado, algo simple!

Mientras lloraba, la fuente de crema batida seguía burbujeando, pero el sonido ya no era musical; ahora sonaba como un vómito constante. 

El olor que antes era embriagador, ahora era nauseabundo. El País de las Golosinas, que había sido su sueño, se había convertido en su peor pesadilla.

Justo cuando pensó que no podría soportar un segundo más en aquel lugar de excesiva dulzura, el crujido inicial que la había traído hasta allí regresó. 

Era más fuerte y agudo. Todo a su alrededor comenzó a girar y a disolverse. Las casas de pan de jengibre se doblaron, los árboles de menta se derritieron.

Lily cerró los ojos y se tapó los oídos. Cuando los abrió, estaba de vuelta en su sofá, y su madre estaba a su lado, dándole un vaso de agua con una pizca de sal.

—¿Cómo te sientes, cariño? —preguntó su madre.

—¡Terrible! —gimió Lily—. Pero mamá, ¡tu agua sabe a gloria!

Lily le contó a su madre su sueño. Su madre sonrió, sabiendo que la niña había aprendido una lección más efectiva que cualquier sermón.

A partir de ese día, Lily todavía disfrutaba de los dulces, por supuesto. Pero si alguien le ofrecía un caramelo más, Lily recordaba el calor, el olor pegajoso y el dolor de dientes en aquel terrible, y al mismo tiempo, maravilloso País de las Golosinas.

Había aprendido que la verdadera felicidad no está en el exceso, sino en la mezcla equilibrada de las cosas: un poco de dulzura para alegrar, y mucha sustancia simple y fresca para nutrir la vida. Y así, Lily se convirtió en una niña mucho más feliz y saludable, y sus dientes se lo agradecieron eternamente.

Análisis del cuento

Este cuento de Louisa May Alcott, extraído de su colección La Biblioteca de Lulú, funciona como una fábula moral magistral, encantando a los niños mientras ofrece una lección profunda y práctica para padres y educadores. 

Alcott utiliza de forma brillante el viaje de Lily a través de un sueño lúcido y sobrenatural como el vehículo perfecto para la enseñanza. La autora no recurre al sermón, sino que hace que la niña experimente de primera mano las consecuencias de sus excesos. 

El País de las Golosinas no es solo un espejismo de fantasía; es una representación tangible de la saciedad y la saturación, donde el deseo inmoderado se enfrenta a su propia miseria. El núcleo dramático del cuento reside en la percepción sensorial de Lily: el gozo inicial ante el festín ilimitado de casas de pan de jengibre y fuentes de crema batida se deteriora progresivamente. 

La dulzura se vuelve un hastío nauseabundo; lo que era apetitoso se convierte en algo "empalagoso y desagradable", "pegajoso y sucio". Alcott refuerza esta lección mostrando que incluso los habitantes de ese universo sufren del exceso crónico, subrayando que la moderación es una ley universal aplicable a toda existencia. 

El cuento cumple su objetivo educativo con elegancia: no demoniza el placer, sino que celebra el sano equilibrio. La liberación de Lily no llega con un castigo, sino con el redescubrimiento del valor de lo simple y lo natural, como el agua pura y la fruta fresca. 

Este contraste resalta la idea de que la vida, al igual que la dieta, debe tener una mezcla de sabores y experiencias para ser verdaderamente gratificante, ofreciendo una herramienta invaluable para la educación familiar al demostrar que la mejor manera de impartir una norma es permitir que el lector experimente la necesidad de la templanza por sí mismo.

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