En las tierras altas de Panamá, donde los montes se levantan como gigantes dormidos y la niebla cubre los senderos al amanecer, existe un lugar que los campesinos llaman Monte Oscuro.
Dicen que allí no solo habitan los animales y la sombra de los árboles, sino también un ser que mezcla lo humano con lo sobrenatural: el Chivato.
Se cuenta que, hace muchos años, un joven llamado Tomás, conocido por su curiosidad y su arrogancia, decidió internarse en el monte pese a las advertencias de los ancianos.
Se decía que quien entraba solo al Monte Oscuro escuchaba voces que no pertenecían a nadie y pasos que se movían al ritmo de la luna.
Los viejos contaban que el Chivato era un espíritu antiguo, un muchacho condenado que había osado robarle a la naturaleza más de lo que podía pagar, y que desde entonces vagaba entre los árboles, mitad hombre, mitad cabra, con ojos brillantes como carbón encendido.
El Chivato no era solo un espectro; era un juez de los imprudentes.
Los que se adentraban en el monte sin respeto encontraban ramas rotas y huellas que no podían seguir, escuchaban risas que surgían de ninguna parte y sentían un frío que subía desde la tierra hasta los huesos.
Tomás, confiado en su valor, entró de noche.
Al principio solo escuchó el crujido de las hojas bajo sus pies.
Pero pronto oyó un silbido extraño, agudo y burlón, que parecía burlarse de cada paso que daba.
“¿Quién anda ahí?”, preguntó, con voz temblorosa.
No hubo respuesta, solo un silencio tan pesado que parecía aplastarlo.
De pronto, entre los árboles, apareció una figura pequeña y encorvada, con cuernos diminutos y ojos brillantes.
Su risa resonó como el eco de miles de pasos en la montaña.
—“Bienvenido al Monte Oscuro, humano curioso… —dijo el Chivato, con voz extraña, mitad grave, mitad chillona— aquí los secretos de la tierra no se toman prestados sin pagar.
Tomás quiso huir, pero sus piernas no respondían.
El Chivato se acercó lentamente, sus pezuñas dejando marcas humeantes en la tierra húmeda, mientras un viento helado azotaba los árboles.
Aquel joven vio cómo los arbustos parecían moverse solos, como si fueran manos que intentaban atraparlo.
El Chivato le mostró visiones de todos los que habían osado desobedecer las advertencias del monte: desaparecidos, confundidos, atrapados para siempre entre la sombra y la niebla.
Cuando amaneció, los aldeanos encontraron solo sus huellas en la entrada del monte, y un eco distante que se reía entre los árboles. Nunca vieron a Tomás de nuevo.
Desde entonces, los campesinos enseñan a los jóvenes a respetar los montes y sus secretos, porque el Chivato sigue caminando entre la niebla, vigilante, listo para aparecer a quienes no comprenden que la naturaleza no se toma a la ligera.
Algunos juran que, en noches de luna nueva, si cruzas el Monte Oscuro, puedes escuchar un silbido agudo que te sigue, y una risa que surge de lo más profundo del bosque.
Otros aseguran haber visto una figura pequeña, mitad hombre, mitad cabra, con ojos que brillan como carbón, que los observa sin moverse, midiendo su miedo.
Y si te atreves a tocar una rama caída o romper una planta sin permiso, el Chivato puede aparecer detrás de ti, silencioso, recordándote con su mirada que todo acto tiene un precio… y que el monte nunca olvida.
El Monte Oscuro no es solo un lugar físico; es un recordatorio de que la tierra guarda secretos y justicia, y que el Chivato, espectro travieso y temible, los hace cumplir.

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