La Luz Mala – Leyenda Popular

Leyenda de Argenina-La luz mala


En las llanuras inmensas donde el horizonte se confunde con el cielo, cuando el sol ya se ha escondido detrás de los algarrobos y el último resplandor del día se apaga, el campo argentino guarda un secreto que hiela la sangre y despierta el respeto de los antiguos: la Luz Mala.

Los gauchos, esos hombres curtidos por el sol y el silencio, saben que hay cosas que no conviene desafiar. Por eso, cuando la noche cae y el viento trae un murmullo entre los pastos secos, muchos prefieren quedarse junto al fuego, con el mate o la guitarra, y no aventurarse por los caminos polvorientos.
Porque en esas noches sin luna, donde sólo reina la oscuridad y el canto distante de un grillo, se enciende sobre el campo un fuego extraño, errante y solitario.

Al principio parece una chispa perdida, una linterna que alguien olvidó. Pero pronto se nota que no hay nadie alrededor. Es una llama pequeña, azulada, a veces verdosa, que flota a poca altura del suelo y avanza lentamente. A veces se queda quieta, como observando, y otras se aleja, atrayendo al curioso como un faro maldito.

Los más viejos cuentan que esa luz es el alma en pena de un difunto que no encontró descanso, tal vez un gaucho muerto sin confesión, o alguien que llevó a la tumba un crimen, un juramento o un tesoro escondido. Dicen que, en vida, su ambición o su culpa lo ataron a la tierra, y que ahora vaga sin rumbo, encendido en un fuego triste que ni el viento puede apagar.

Otros sostienen que bajo donde brilla la Luz Mala hay oro enterrado, y que quien se atreva a cavar allí podría hallar monedas antiguas, joyas o cofres de los tiempos de las guerras. Pero los que lo intentaron, cuentan que sintieron un frío sobrenatural, que los caballos se encabritaron, que el aire se volvió espeso, y que una voz sin cuerpo les susurró al oído:
—No toques lo que no te pertenece...

También hay quienes creen que no es alma ni tesoro, sino un fenómeno del mismísimo infierno, un engaño del diablo para tentar al hombre con la codicia o con la curiosidad.
Por eso los paisanos repiten el consejo:

“Si ves la Luz Mala, no te acerques. Rezá, hacé la señal de la cruz, y seguí tu camino sin mirar atrás.”

El miedo no es superstición: muchos aseguran haberla visto.
Una noche, un jinete regresaba de la pulpería de San Antonio. Llevaba la guitarra al hombro y el alma alegre por los tragos. De pronto, vio a lo lejos una luz que danzaba sobre el campo. Pensó que era otro gaucho con farol, y se acercó para hacer compañía. Pero la luz se alejó. El hombre la siguió, creyendo que jugaba con él. Y así, paso a paso, se internó más y más en la oscuridad, hasta que el caballo se detuvo temblando.
Entonces comprendió: no había nadie. La luz estaba sobre una tumba abandonada, flotando inmóvil. Y al acercarse, el aire olió a azufre, y un gemido profundo se escapó de la tierra. El gaucho huyó despavorido, sin mirar atrás, y jura que desde esa noche su caballo jamás volvió a acercarse a ese paraje.

En el norte dicen que la Luz Mala aparece sobre los cementerios antiguos, donde los huesos aún guardan secretos. En la Patagonia, los tehuelches contaban que es el espíritu de los ancestros, guiando a los viajeros extraviados. En el litoral, los guaraníes la llamaban mba’e pu, el “fuego de los muertos”.
Sea cual sea su origen, todos coinciden en que no pertenece al mundo de los vivos.

Cuando alguien ve ese fuego titilante en medio de la pampa, sabe que no es casualidad. Algunos se santiguan, otros rezan en voz baja, y los más supersticiosos tiran un puñado de sal sobre el hombro para alejar el mal. Los perros ladran sin motivo, los caballos se inquietan, y la noche parece más larga.

Y así, generación tras generación, el misterio se mantiene. Nadie ha podido explicar del todo qué es esa luz que arde sin consumirse, que aparece donde hubo muerte, que atrae y espanta al mismo tiempo. Los científicos hablan de gases del suelo, de fósforo que se enciende con la humedad. Pero los hombres del campo saben que no todo se explica con palabras de ciudad.
Hay cosas que pertenecen al alma, al miedo y al misterio.

Por eso, cuando alguien en el silencio del campo ve aquella llama azul moverse entre los pastos, murmura con respeto y se persigna:
Y sigue su camino, sin volver la vista atrás.

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