Los Regalos de los Elfos

Los elfos y los niños

Autora: Harriet Parr

Dicen los ancianos del valle que, cuando cae la primera nevada del invierno, los elfos despiertan. No de un sueño, sino de un largo silencio: dejan de escuchar el bullicio de los humanos y vuelven a recorrer el bosque antiguo, ese que tiene ramas retorcidas como manos de abuelas y raíces que murmuran nombres olvidados.

En ese valle vivía Clara, una niña tan pequeña como valiente, con ojos que parecían dos luciérnagas encendidas. Su familia era humilde; el invierno siempre llegaba como una visita pesada, robándose la leña, las provisiones y, a veces, hasta la sonrisa de su madre.

Pero Clara tenía un don: sabía escuchar lo que nadie más escuchaba.
Las hojas secas le contaban secretos.
El viento le susurraba advertencias.
Y las piedras, cuando estaban de buen humor, le narraban historias antiguas.

Una tarde, antes de que la nieve cubriera el mundo de silencio, Clara salió a buscar ramas secas. Caminó más de lo prudente, siguiendo una melodía leve, casi como campanillas mojadas.

Esa música la condujo hacia un claro que nunca había visto. Allí, bajo un roble gigantesco, tres elfos se movían alrededor de un círculo de hongos luminosos.

Uno era tan delgado que el viento parecía moverlo como un junco. Otro, regordete y risueño, con barba hecha de musgo.
Y el tercero… ah, el tercero tenía ojos dorados, brillantes como monedas antiguas encontradas en un cofre hundido.

Cuando Clara apareció, los tres se quedaron inmóviles.

La niña nos ha visto —murmuró el delgado, como si constatar un hecho fuera una tragedia.

—Pues mejor —rió el regordete—. Trae un corazón sin grietas. ¡Mírenla! Todavía brilla.

El de los ojos dorados ladeó la cabeza, curioso:

—¿Y qué te trae hasta aquí, pequeña humana?

Clara tragó saliva. Una niña criada en la escasez aprende a ser sincera, porque la mentira se nota desde muy lejos.

—Mi madre está enferma —dijo—. Y la leña se nos acaba.

Los tres elfos intercambiaron miradas. Los elfos, a diferencia de los humanos, pueden ver la verdad como un destello en el aire.

—Entonces merece un regalo —dictó el de los ojos dorados, con solemnidad antigua—. Pero los regalos de los elfos siempre piden algo a cambio… aunque no siempre lo digamos.

El regordete sacó de su saco una pequeña caja de madera, pulida como si hubiera sido lijada por siglos de lluvia.

—Dentro encontrarás tres cosas —explicó—. Pero deberás usarlas con sabiduría, porque lo que los elfos dan, los elfos también pueden quitar.

Clara abrió la caja. Adentro había:

  1. Una brasa que nunca se apagaba.

  2. Una lágrima cristalina.

  3. Una semilla negra como la noche.

—La brasa —dijo el elfo delgado— calentará tu casa aun en los inviernos más crueles.
—La lágrima —añadió el regordete— sanará aquello que te duela. Pero una sola vez.
—Y la semilla —concluyó el de ojos dorados— dará fruto si tu corazón permanece bueno. Si se llena de envidia o rencor, no crecerá nada, y el bosque lo sabrá.

Clara agradeció. Prometió cuidar cada regalo como un tesoro.

Cuando regresó a casa, la brasa iluminó inmediatamente el hogar. El frío retrocedió como un animal vencido. Su madre, al calor nuevo, suspiró aliviada.

Al día siguiente, Clara usó la lágrima para curar la fiebre que consumía a su madre. La lágrima se deshizo como azúcar en agua, y su madre despertó con fuerzas renovadas.

La semilla… ah, la semilla fue la más misteriosa.

Clara la plantó detrás de su casa, en un rincón donde nadie podía pisarla. Pasaron noches de luna llena, lluvias que acariciaban la tierra y vientos que cantaban. La semilla no germinaba.

Algunos vecinos murmuraban:
—Esa niña tiene suerte de pronto… demasiado suerte.
—¿De dónde saca tanto calor en pleno invierno?
—Algo raro pasa ahí…

Clara guardó silencio. Sabía que los corazones envenenados ciegan más que la nieve.

Fue entonces cuando un niño de la aldea, tímido y siempre asustado, llegó llorando. Su pequeño perro había desaparecido en el bosque.

—Todos dicen que no volverá —sollozaba—. Pero tú… tú escuchas cosas, Clara. ¿No podrías ayudarme?

Clara dudó, pero al ver sus ojos, decidió acompañarlo. El bosque susurró direcciones; el viento marcó un sendero. Encontraron al perro atrapado entre raíces viejas, pero vivo. El niño, agradecido, abrazó a Clara como quien abraza un amanecer.

Aquella noche, por primera vez, la tierra detrás de su casa brilló.   La semilla había brotado.

Primero, un tallo frágil como un hilo de plata.
Luego, hojas transparentes, como si estuvieran hechas de cristal de luna.

Y al amanecer… un fruto.

No era redondo ni alargado: parecía un pequeño corazón.

Cuando Clara lo tocó, el fruto se abrió en dos y mostró dentro un puñado de semillas nuevas.

Con ellas, el valle fue cambiando en los años siguientes. Las casas pobres tuvieron calor. Los enfermos encontraron alivio. El bosque y los humanos, al fin, se entendieron un poco más.

Crecieron árboles jóvenes, parecidos a aquel primero, que daban frutos luminosos cuando los corazones humanos estaban limpios y generosos.

Por eso, dicen los ancianos —con esa voz temblorosa que mezcla nostalgia con verdad— que los regalos de los elfos nunca son simples obsequios.
más bondad, menos miedo.
Más luz, menos envidia.
Más magia… de la vieja, la verdadera.

Análisis literario de Los regalos de los elfos

“Los regalos de los elfos” es un cuento que bebe de la tradición victoriana, donde la fantasía se utiliza no como simple adorno, sino como un espejo que revela la conducta humana. En el centro del relato está una joven humilde cuya vida cambia tras recibir la ayuda misteriosa de seres diminutos y bondadosos. La estructura sigue el patrón clásico del cuento de hadas: presentación simple, intervención mágica y resolución moral.

Los elfos representan la gracia inesperada, la ayuda que llega sin ser pedida pero que solo toca a quienes viven con honestidad. No son criaturas caprichosas ni traviesas, sino espíritus que premian el esfuerzo silencioso. 

La protagonista, por su parte, encarna el ideal victoriano de virtud: trabajo, modestia y un corazón dispuesto a la gratitud. El cuento no busca deslumbrar con grandes peripecias, sino elevar el mensaje de que la bondad cotidiana siempre trae frutos, aunque tarden en mostrarse.

El estilo destaca por su tono cálido y directo. La autora construye un ambiente doméstico donde lo maravilloso irrumpe sin romper la armonía del mundo. La magia se presenta como algo natural, aceptado por los personajes sin sobresalto, reforzando la idea de que lo sobrenatural convive con lo cotidiano.

En cuanto al simbolismo, los “regalos” funcionan como metáfora de las recompensas espirituales: no solo objetos valiosos, sino oportunidades que transforman la vida. La historia también exalta la importancia del agradecimiento, un valor central en los cuentos de tradición inglesa.

En conjunto, el relato es una pequeña joya moral, sencilla en apariencia pero profunda en su intención. Combina encanto, fantasía suave y un mensaje que trasciende épocas: la virtud, cuando se cultiva, siempre encuentra quién la reconozca.

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